martes, 25 de diciembre de 2007
Regionalismos 4
A principios de diciembre almorcé un bistec y tomé vino neozelandés, mientras escuchaba "Deutschland" del grupo alemán noventero Prinzen, en un restaurante giratorio en un cerro de Seúl. ¿Alguien dijo globalización?
¡Yupi, Navidad!
Amo la Navidad. Yo sé que es un stress que todos se vuelvan locos y que los choques múltiples estén a la orden del día, que el índice de robos y suicidios suba, que en las tiendas pululen las tías depredadoras de las mejores ofertas y que te metan pavo hasta por las orejas.
Todo eso lo sé. Pero amo la Navidad.
Me explico: disfruto hacerme pasar como papanoél para mi sobrina y ver la emoción que el sonido de cascabeles, un regalo en la puerta y el timbre de la casa producen en la pequeña de 3 años. El pan con pavo en el desayuno del 25 de diciembre es un divino clásico. Me encanta pensar cómo voy a sorprender a mi novio con un regalo súper especial y terminar siendo la sorprendida por el buen gusto y el cariño de la persona que me ama. Es lindo ser engreída por mis papás que, aunque me traten como adulta y celebren mis decisiones al punto de hacerme sentir muy querida y segura, puedan considerarme como una niña una noche al año. En mi casa, la comida es a-lu-ci-nan-te: mi madre tiene tan buen gusto que prescinde del maldito puré de manzana y mi abuela japonesa prepara al día siguiente los mejores rolls del país. Lo más chévere de todo es que puedo tragar lo que se me dé la gana, porque -gracias a la maravillosa genética de mis progenitores- no engordo ni un kilito. El calor empieza a subir, pero todavía no nos maceramos en nuestro propio sudor. Las personas se vuelven generosas. María Teresa me insulta porque somos un par de idiotas que hemos dejado que pase mucho tiempo sin vernos. La champaña es cada vez más seca. Por algunas horas puedo olvidarme de lo horrible que está el mundo y celebrar con la gente que me quiere y a la que adoro y darme cuenta que la felicidad tampoco es un mito.
Por esas razones y muchas más:
Amo la Navidad!
Todo eso lo sé. Pero amo la Navidad.
Me explico: disfruto hacerme pasar como papanoél para mi sobrina y ver la emoción que el sonido de cascabeles, un regalo en la puerta y el timbre de la casa producen en la pequeña de 3 años. El pan con pavo en el desayuno del 25 de diciembre es un divino clásico. Me encanta pensar cómo voy a sorprender a mi novio con un regalo súper especial y terminar siendo la sorprendida por el buen gusto y el cariño de la persona que me ama. Es lindo ser engreída por mis papás que, aunque me traten como adulta y celebren mis decisiones al punto de hacerme sentir muy querida y segura, puedan considerarme como una niña una noche al año. En mi casa, la comida es a-lu-ci-nan-te: mi madre tiene tan buen gusto que prescinde del maldito puré de manzana y mi abuela japonesa prepara al día siguiente los mejores rolls del país. Lo más chévere de todo es que puedo tragar lo que se me dé la gana, porque -gracias a la maravillosa genética de mis progenitores- no engordo ni un kilito. El calor empieza a subir, pero todavía no nos maceramos en nuestro propio sudor. Las personas se vuelven generosas. María Teresa me insulta porque somos un par de idiotas que hemos dejado que pase mucho tiempo sin vernos. La champaña es cada vez más seca. Por algunas horas puedo olvidarme de lo horrible que está el mundo y celebrar con la gente que me quiere y a la que adoro y darme cuenta que la felicidad tampoco es un mito.
Por esas razones y muchas más:
Amo la Navidad!
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